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El color aceituna

Parecía un día normal, pero podría haber sido el peor de mi vida.

“¡Levántate, Gracia!” mi madre me gritó, golpeando la puerta. Me desperté de mi cama, grande y cómoda con una manta blanca y sábanas azules. Cada movimiento que hacía, me dolía. Miré nuestro jardín por la ventana. Lluvia. Rezo que hoy no sea el día, pedí. Las hojas, pequeñas y mojadas, caían como lágrimas amarillas. Me dirigí muy despacio al espejo grande y antiguo junto a mi aparador. Pero no vi a mi misma, y en cambio toqué la foto enmarcada.

Él era perfecto, pensé, sonriendo. Miré su cara con una sonrisa parecida.

“Javier,” murmuré. Le recordaba como cuando era bebé, durmiendo en su cuna. Sus pestañas eran gruesas y morenas, como su pelo. Su piel era de color aceituna y tan suave, como si fuera acariciado por la arena.

“Javi es el bebé más bonito de Madrid, ¿no?” siempre nos preguntaba nuestra madre. Nunca podía dejarle, mientras nuestro canguro nos llevaba, nos alimentaba, y nos llevaba al colegio a mi y a mis hermanas.

Una tarde, después de nuestras clases, mi amiga me preguntó susurrando si odiaba a mi hermano pequeño. Nunca en mi vida había lo pensado. Sólo negué con la cabeza, frunciendo el ceño. Pero una parte de mi corazón esperaba que mi madre me mirara así.

“¡¿Gracia?!” otra vez me chilló. De prisa, recogí mi ropa del suelo, la misma que llevé ayer. Desde el accidente, no ha habido mucho tiempo para las cosas diarias. Había olvido los días en que la colada era lo más difícil. Levanté mi suéter del suelo y olía a detergente, una mezcla del lino lavado y las lilas de la primavera.

“¡Cállate, Sofía!” Ana le gritó a nuestra hermana con una mirada fría. Me puse las manos sobre las orejas perfectas de Javi para que no pudiera oír las palabrotas de nuestra hermana. Ana, la mayor de los cuatro, negó con la cabeza. Sofía, la segunda, se cubrió la boca con la mano, escondiendo su sonrisa. Estaban escondidos en el pequeño cuarto de la colada, que olía a la ropa que esa mañana se había lavado.

“¡Chicos!” nuestro canguro, Isabel, nos gritó en voz alta. “¿Dónde estáis?” Se acercó a donde estábamos, pero nos quedamos callados. De repente, una cesta, llena de ropa lavada, se cayó. Al sonido, ella abrió la puerta y, riendo, levantó las sábanas.

Bajé las escaleras. Llegué al primer piso donde me esperaba mi madre. En ese momento, vi lo vieja ella había llegado a ser. Pequeña y débil, estaba de pie junta a la puerta. Apenas hizo caso de mi presencia, a pesar del ruido de mis zapatos ruidosos en las escaleras.

“¿Mamá?” le dije. Se volvió y me miró con una mirada vacía como si no me reconociera. Parpadeó los ojos, y unas lágrimas se le cayeron a las mejillas blancas.

“¿Estás lista, ya?” me masculló, finalmente. “Puedes llevarnos.”

Subimos al coche negro de mi padre. Siempre, mis hermanos o yo teníamos que conducir. Desde la muerte de mi padre, ella no podía tocar cualquier cosa suya, y le dio a Javier su propio coche para su trabajo en una ciudad muy lejos a la nuestra. Llevábamos años sin vernos, Javier y yo. Y ahora…

“Ana está en camino del aeropuerto al hospital con Carlos,” me dijo entre dientes. “Sofía ya está ahí. Llegó anoche. Estabas dormida,” Yo sabía que ella quería que yo me moviera más rápido. Subí al coche.

“¿Por qué estarán todos ahí?” le pregunté, sujetando el cinturón de seguridad.

“Tú sabes por qué, Gracia. ¿Necesito decírtelo otra vez?”

“No, madre. Lo siento,” contesté. La verdad era que no quería oír el estado verdadero de mi hermano menor. De nuevo, no.

“No te disculpes,” me dijo fríamente. “Nunca eras tan trabajadora como tus hermanos. Eres la única sin trabajo, sin familia…” se puso a llorar. La familia de mi hermano había muerto cuando ocurrió el accidente. Me puse a conducir sin dirigirle la palabra.

Llegamos al hospital, el mismo en el cual mi padre se había quedado durante meses. Isabel nos llevaba aquí para visitar a mi madre y a Javier durante la semana en la cual mi padre dejó este mundo, y en la cual mi hermano menor, entró en él.

“¡Qué pequeño!” decíamos cada vez que la enfermera nos permitía abrazar al bebé. Pero, como siempre, nuestra visita terminaba con nuestro padre. Si mal no me acuerdo, mi padre parecía normal. A mí, me parecía que mi padre se alojaba en el hospital para estar más cerca de mi madre y el hijo que, por fin, tuvo. Sabía mucho menos de lo que Ana y Sofía sabían. Pero un día supe todo.

“¿Podemos quedarnos con Papá aquí? ¡Hay tantas camas!” les pregunté a mis hermanas mayores, los ojos llenos de la esperanza. “¡Y así podremos jugar más con Javi!”

“Tonta,” contestó Ana. “¿No lo sabes?”

“¿Qué?” le pregunté.

“Papa está muriendo,” me dijo con lágrimas en los ojos. Mis recuerdos tristes me acompañaron al cuarto donde estaba mi hermano.

Tiene que ser otra persona, no mi hermano, pensé, mientras dormía en su cama. Los párpados le cubrían las pestañas. En diferentes partes, le habían cortado el pelo para la cirugía. Su piel era gris, y seca como si un papel de lija le hubiera acariciado. Podía ver la vida dejándole. Mi madre se fue, sin decir palabra a sus hijas. Vi sus lágrimas y sabía que estaba acordándose de mi padre. Siempre nos decía que si queríamos ver a nuestro padre, debíamos mirar la cara de nuestro hermano menor. Sus rasgos eran parecidos. Ana y Sofía me vieron y me abrazaron. Sus esposos e hijos quedaron en la sala de espera.

“¿Qué tal tu trabajo?” Sofía me preguntó, intentando charlar de otras cosas. Cuando no le respondí, se dio cuenta de que yo todavía andaba desempleada.

“Entonces, recomiendo que sigas buscando. No te quedes en la casa de mamá. Sabes que la vida será más insoportable cuando…” Ana no acabó su frase. Sofía parecía tan nerviosa por lo que Ana no pudo decir. Nuestra madre nos miró con una mirada triste, y volvió a su hijo. “Pronto,” Ana nos dijo. “Es lo que los doctores me han dicho.”

* * *

A lo largo del día, el estado de mi hermano se empeoraba. Al anochecer, su vida se apagó como la luz a la puesta del sol. La lluvia había arrancado todas las hojas de las ramas. El otoño, el invierno. Otra vida pasó.

Hace unas semanas que mis hermanas no me llaman. Sofía regresó a La Coruña con su familia. Ana a Londres. Yo a la casa de mi juventud. Nunca en la vida me he sentido tan sola.

“¡Gracia! Ven,” mi madre me llamó. “Tienes una llamada. Sofía.”

“¡Oye! ¡Qué noticias tengo!” Ana no esperó a que yo contestara. Resulta que mi hermano me había dejado su casa y sus hijos, mis ahijados, en su testamento. Sólo quedaba la casa. El teléfono me cayó de las manos y me puse llorar por primera vez desde que Javi murió.

“¿Qué dijo?” preguntó mi madre, entrando por la puerta de la cocina.

“Nada mamá. Mañana me voy,” y pasé por su lado, dejándola sola.

* * *

Mi vida sería diferente en Valencia, pero podría ser mucho mejor.

“¡Levántala, Gracia!” mi vecina me gritó, moviendo con dificultad una caja grande del taxi. La llevamos a mi puerta, y volví al taxi para recoger la última maleta. De repente, alguien me dio un golpecito en la cintura. Di la vuelta y vi a un chico pequeño con el pelo moreno.

“Dile tu nombre, mi amor,” le mandó la vecina a su hijo. Me agaché junto al niño.

“Soy Javi,” me dijo en voz baja.

“El nombre de tu hermano,” su madre me dijo, sonriendo.

“Mucho gusto, Javi,” susurré, cogiendo su mano pequeña de color aceituna.










Posted by Caitlin Wolter a las 11:04 p. m. // // //  

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